lunes, 22 de noviembre de 2010

MEXICO CONTEMPORANEO





Nuestro país tuvo un problemático siglo XIX, por lo que su gran arquitectura “decimonónica” sólo pudo aparecer en los inicios del siglo XX. En efecto, las primeras obras mexicanas de los novecientos son herederas en sus formas del pasado, aunque sean ya –y esto es importante para la historia de la arquitectura–, muy avanzadas técnicamente hablando: el Palacio Postal, el Palacio de Comunicaciones, el nuevo Teatro Nacional y el frustrado Palacio Legislativo. Todas ellas fueron proyectadas por extranjeros, únicos capacitados para abordar su gran complejidad –según se creía–. Tienen estructura de acero y concreto, así como modernas instalaciones hidráulicas y eléctricas, ascensores y teléfonos. Su mismo lenguaje historicista no era percibido en aquella época como anticuado (calificativo aplicable entonces sólo a lo colonial), sino como moderno, aunque hoy nos parezca evidente, para decirlo como Manfredo Tafuri y Francesco dal Co, quienes al hablar del art nouveau desplegado en el Teatro Nacional de Adamo Boari expresan que allí había sólo una “resistencia sublime” al cambio, una inconsciente actitud de “celebrar más la extinción de un mundo que la aparición de nuevos horizontes”. La belle époque europea y el Porfiriato mexicano, en efecto, se acercaban a su extinción.
El siglo XX puso a México, por primera vez en su historia, ante la posibilidad de ser contemporáneo de las naciones que decidían la orientación de la arquitectura en el mundo. Nuestro país tuvo un problemático siglo XIX, por lo que su gran arquitectura “decimonónica” sólo pudo aparecer en los inicios del siglo XX. En efecto, las primeras obras mexicanas de los novecientos son herederas en sus formas del pasado, aunque sean ya –y esto es importante para la historia de la arquitectura–, muy avanzadas técnicamente hablando: el Palacio Postal, el Palacio de Comunicaciones, el nuevo Teatro Nacional y el frustrado Palacio Legislativo. Todas ellas fueron proyectadas por extranjeros, únicos capacitados para abordar su gran complejidad –según se creía–. Tienen estructura de acero y concreto, así como modernas instalaciones hidráulicas y eléctricas, ascensores y teléfonos. Su mismo lenguaje historicista no era percibido en aquella época como anticuado (calificativo aplicable entonces sólo a lo colonial), sino como moderno, aunque hoy nos parezca evidente, para decirlo como Manfredo Tafuri y Francesco dal Co, quienes al hablar del art nouveau desplegado en el Teatro Nacional de Adamo Boari expresan que allí había sólo una “resistencia sublime” al cambio, una inconsciente actitud de “celebrar más la extinción de un mundo que la aparición de nuevos horizontes”. La belle époque europea y el Porfiriato mexicano, en efecto, se acercaban a su extinción.
Ni la Guerra mundial de 1914-18, ni la Revolución mexicana de 1910-17 permitirían la sobrevivencia de muchos vestigios del pasado en la cultura. El mismo art déco, que los citados historiadores definen como “una mediación tranquila entre vanguardia y tradición”, es síntoma de que incluso el gusto conservador de la época tenía que asumir una apariencia vanguardista.
La década de 1920 fue de nuevos horizontes en todas las artes, situación inédita para nuestro país que pudo, sin embargo, hacer frente al reto con éxito. Más que ninguna otra nación del continente americano, México se encontraba abierto a la posibilidad de un Renacimiento: en los años veintes llegan aquí ideas de todos los rincones del mundo que son asimiladas y reinterpretadas en un proceso que incluía la búsqueda de raíces culturales propias. No sólo los mexicanos lo advertían: Paul Valéry diría en 1938: “no me sorprendería... que combinaciones muy felices puedan resultar de la acción de nuestras ideas estéticas insertándose en la poderosa naturaleza del arte autóctono”. Puede decirse por ello, sin exagerar, que todo el siglo XX se define, en la arquitectura mexicana, como un abanico cuyos extremos pueden incluir tanto el cosmopolitismo más común (los edificios de cristal que se levantan a diario) como el nacionalismo más estrecho (las construcciones neocoloniales que todavía se hacen hoy). En una franja intermedia quedan las mejores obras de arquitectura del siglo XXmexicano, que pueden pasar al mismo tiempo la prueba de la modernidad yla de su adaptación a la tradición local. El primero en advertir esto fue Carlos Obregón Santacilia, autor de obras historicistas: la Escuela Benito Juárez, de 1923 y cosmopolitas: interior del Banco de México de 1927 (primer ejemplo del art déco en México), quien consigue en el edificio de la Secretaría de Salud (1928) una síntesis original en este camino.








Tres arquitectos egresados de la oficina de Obregón Santacilia lo emulan: José Villagrán, autor de un discurso teórico, por cierto más trascendente que su obra construida, quien dará cuerpo a la enseñanza de la arquitectura en las décadas cruciales de la consolidación del lenguaje moderno en México; Juan O’Gorman, el más radical de los vanguardistas, (creador de las casas de Diego Rivera y Frida Kahlo de 1931), quien abre el camino a un nacionalismo no historicista, y Enrique del Moral, autor de casas de las décadas de 1930 y 1940 que combinan los volúmenes del neoplasticismo holandés y la arquitectura popular mexicana. En la ruta abierta por Del Moral, Luis Barragán consigue el mayor de los éxitos, su propia casa construida en 1947 es una de las obras más famosas de la arquitectura mexicana de este siglo. Pero al margen de la vanguardia, las ciudades mexicanas adaptan a la arquitectura doméstica un art déco menos espectacular que el de los grandes edificios públicos (interior del Palacio de Bellas Artes, de Federico Mariscal, 1934), apareciendo colonias como la Hipódromo, a partir de 1925, o edificios como el Ermita, de Juan Segura en 1930 y el Basurto, de Francisco Serrano de 1942. Es sorprendente el trabajo del ingeniero José A. Cuevas en la Lotería Nacional (1932-42), cuyo auditorio ostenta una cubierta –verdadera obra maestra– que anticipa el trabajo de Félix Candela.
A mediados del siglo se erige el conjunto arquitectónico más ambicioso de la modernidad mexicana: la Ciudad Universitaria (1950-52). Su urbanización se debe al citado Del Moral y al mexicano formado en París, Mario Pani, autortambién del Conservatorio Nacional de Música, de 1946. En 1952 Frank Lloyd Wright valoraba como los mejores edificios de la Universidad,el estadio de Augusto Pérez Palacios, Raúl Salinas Moro y Jorge Bravo, la biblioteca de Juan O’Gorman, de Gustavo Saavedra y Juan Martínez de Velasco, y los frontones, obra de Alberto Arai. Lo que Wright más apreciaba en estas obras es lo ya señalado: haber fundidoel lenguaje moderno y la tradición arquitectónica mexicana, especialmente la más valiosa para alguien como él o Valéry: la prehispánica. Dijo Wright del estadio: “El estadio de la Universidad de México es precisamente de México... Aquí se pueden ver las grandes tradiciones antiguas de México honrando a los tiempos modernos”.
También en la Ciudad Universitaria hace su aparición el emigrado español Félix Candela autor, con Jorge González Reyna del Pabellón de Rayos Cósmicos, estructura de concreto de gran esbeltez. Candela producirá igualmente una obra tan notable como el restaurante Manantiales de Xochimilco,con Joaquín Alvarez Ordóñez, en 1957.
Continuador de Barragán, Ricardo Legorreta consigue un éxito importante en 1968 con el hotel Camino Real, y las décadas de 1970 a 1990 lo verán surgir como protagonista indudable del fin de siglo mexicano, al lado de arquitectos de vocación monumental como Agustín Hernández (Colegio Militar, de 1976), Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky; estos últimos con obras conjuntas: el INFONAVIT, en 1973 y El Colegio de México de 1975. Zabludovsky alcanza uno de sus mayores logros en 1991 con el Auditorio de Guanajuato, mientras González de León lo hace con el nuevo Conservatorio de Música tres añosmás tarde. Todos estos arquitectos pueden aún servir como ejemplo de la vigencia del camino planteado por primera vez a la arquitectura mexicana en la década de 1920, tan claramente expresado por Valéry y Wright: ser fieles a la modernidad y al legado mexicano. Esto significa que los riesgos de caer al vacío por ambos extremos siguen presentes, y existen numerosos ejemplos de ello, tanto en el cosmopolitismo banal como en el peor de los provincianismos.
Una muestra de la madurez alcanzada por la arquitectura contemporánea de México es la creciente conciencia pública del valor de obras como la de O’Gorman, cuyas casas para Diego y Frida, restauradas en 1995-96, han adquirido desde entonces nueva presencia dentro y fuera de nuestras fronteras. Luis Barragán ha sido aceptado hace ya tiempo incluso por los no iniciados, quienes promueven el rescate de obras suyas como las Torres de Satélite (con Mathías Goeritz, de 1957) y la fuente de Las Arboledas de 1961, (restaurada en 1997-98 por quien esto escribe). La arquitectura art déco ha sido revalorada por ciudadanos dispuestos a defenderla con ahínco, lo que hubiese sido difícil imaginar hace apenas dos décadas. Pronto ocurrirá lo mismo con el funcionalismo, el caso de O’Gorman así lo sugiere, y lo alentador es que sea la sociedad misma –sin olvidar a los estudiosos– la que tiene el mayor mérito en esta ampliación de las fronteras de lo que denominamos patrimonio cultural de México.

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